Por Suzuky Margarita Gómez C.
En la sociedad patriarcal, se
asume que los hombres son superiores a las mujeres como un hecho sustentado por la naturaleza, de lo que
a su vez se desglosa que es el hombre
la medida de todas las cosas, se sitúa entonces al hombre como el modelo o patrón del ser humano, lo
que conlleva a que a la sociedad junto
a sus instituciones den respuesta a sus necesidades específicas, asumiéndolas como generales.
En este mismo tenor, se han
generado una sucesión de leyendas y estereotipos que intentan
argumentar el “porqué” de la inferioridad femenina, atribuyéndole a la mujer particulares negativas que a
su vez pretenden estar vinculadas a su naturaleza, constituyendo así un sistema de creencias que determina relaciones anómalas entre
hombres y mujeres en los diversos
contextos de la sociedad, involucrando
en ello las relaciones interpersonales.
Como garantes en la permanencia de este sistema, se hallan conjugados el Estado, las instituciones religiosas, la
familia, las instituciones educativas junto
a los medios de información y comunicación, los cuales reproducen, confirman y procuran su cumplimiento desde sus diferentes ámbitos de acción. De cara a estos constructos
sociales donde los roles tradicionales entre hombres y mujeres
se reafirman armonizando con los roles modernos, se puede expresar en sintonía con
Bordieud (2005) como “…las leyes,
las representaciones, la moral, la
psicología, los roles relativos a la
sexualidad, todos convergen para asegurar la supremacía viril y la subordinación
femenina…” (p. 22).
Los sistemas legales por muchos
años justificaron la inferioridad de la mujer, invalidándola jurídicamente. La
mujer no era reflexionada como persona
natural, es decir, no tenía
existencia jurídica, por lo que estaba sujeta a la tutela, y eran encargadas a los miembros
masculinos de su núcleo familiar. Esta privación legal era indisoluble durante
toda su vida, ya que nada
tenía que ver con su
edad, intelecto o capacidad de comprender, todo esto tenía
su base en el hecho de haber
nacido mujer. Es este
uno de los factores que le
atribuye al hombre el derecho de la
violencia contra las mujeres como estrategia disciplinaria y para enmendar el
mal comportamiento de las féminas en el ambiente privado. En la
actualidad el emplear la violencia como
medida de corrección a la mujer es ilegítimo, desde la normativa legal vigente, la violencia
en cualquiera de sus formas está tipificada como un delito, pero contradictoriamente continua una legal desde lo social y lo cultural.
Presentándose así, múltiples
argumentos culturales en relación a la violencia contra las
mujeres, cuyas líneas de acción
apunta a culpabilizar a las víctimas, a justificar la violencia o restarle
responsabilidad al atacante y así
contribuir a que la víctima no salga de
esa situación. Entre los argumentos se subrayan los siguientes, sobre la base de la
teoría de Luján (2013):
El primer
aspecto a evaluar, con referencia a las
mujeres que no abandonan el círculo de violencia es ser categorizadas
como masoquistas, estar enfermas o presumir que les gusta
vivir así: son muchos los
factores que hacen juego en esta situación, desde la dependencia económica, la
carencia de herramientas sicológicas para abandonar al agresor, tal como
refiere Lujan (op. cit.) “La víctima suele
desarrollar dependencia emocional respecto del agresor y, frecuentemente suele
albergar temores de que las cosas podrían ir aún peor si lo denunciaran…” (p. 73).
Muchas mujeres asumen que perderán a sus hijos, sus
bienes materiales que necesitan para subsistir y en otros casos el temor a las
sanciones familiares y sociales.
En segundo lugar, se acusa a las mujeres maltratadas en múltiples ocasiones de provocar a su atacante: esto puede
considerarse una falacia, ninguna mujer está preparada para ser “objeto” de un
violento. Luján (op. cit.) acota “la
mujer agredida calla por la vergüenza que genera ser una mujer maltratada” (p. 75).
Cuando
las féminas son agredidas por lo regular
entre en estado shock y esto les impide denunciar al agresor. Otra reacción de
las mujeres puede ser sentirse avergonzadas por no saber llevar una relación,
cargándose también de mucha culpa. Estos procesos colocan a las víctimas en
alto riesgo, piensan que solas pueden cambiar la situación y esto se sostiene
hasta una nueva arremetida del agresor.
Un tercer aspecto a considerar, en la búsqueda del origen de la
violencia, es atribuirla a las enfermedades mentales: esta afirmación es cuestionable
puesto que la mayoría de los agresores están clínicamente sanos, no obstante
Luján (op. cit.) expresa:
Sólo
entre un 10 y un 20% de los casos de violencia contra la mujer o violencia
familiar son causados por personas con trastornos psiquiátricos o de la
personalidad. Entre ellos se destacan individuos “con escasa ansiedad, nula
capacidad para ponerse en el lugar del otro (empatía) y pocos o ningún
remordimiento, cumplen algunas de las características de los llamados
psicópatas. (p. 78).
Regularmente los agresores sufren de celos, inseguridad personal,
carecen de autocontrol. Por otra parte, su cosmovisión es errónea, son
machistas, otros misóginos y representan todas las cualidades oscuras del
patriarcado.
Un cuarto argumento a discutir está referido al abuso sexual. El cual se
ha considerado un juego tácito, cuando
ella lo desea dice “no”, pero lo que
realmente está diciendo es
un “si” (argumento frecuente en los
casos de abuso sexual). Pensar que una mujer que sufre de
maltrato, lo disfruta es un error. Afirmarlo es colocar la responsabilidad de
la agresión en la víctima. Luján (op. cit.)
destaca en este aspecto “Resulta muy sencillo en verdad pensar
que una mujer disfruta del maltrato. Más complicado es aceptar su derecho a
ocupar un lugar de igualdad con el varón en la sociedad…” (p. 80). Ninguna
mujer puede sentir placer explícito o sobreentendido, bajo condiciones de
maltrato (con la excepción de la respuesta biológica que pudiera resultar del
estímulo sexual), son muchas las mujeres que aceptan esta situación bajo
condiciones de coacción, perdida del autovalor, carencias afectivas entre otras
razones que no le permiten abandonar al agresor.
Asimismo, se pueden encontrar patrones de comportamiento implícito en el entorno social que norman las relaciones
interpersonales, entre ellos se destacan:
a) es obligación de la mujer seguir al
marido donde este decida ir; b) el hombre es de la calle y
la mujer de su
casa; c) es el padre quien
sostiene el hogar; d) los problemas de pareja son de
dos y los terceros sobran; e) la
ropa sucia se lava
en casa. En este orden de ideas
Parra (2012) señala:
La cultura
[patriarcal] nos obliga a
comportarnos de determinada manera de
acuerdo a nuestro sexo, nos atribuye roles, y nos impone valoraciones, significaciones y
representaciones independientes de nuestra
voluntad, a este proceso se
le denomina sistema sexo-género. Nuestra cultura impone
estereotipos que asocian la masculinidad
con la violencia, la entereza y con la
racionalidad y la feminidad con la
debilidad, la seducción y la ineficiencia, como dice el texto de Marcela Lagarde: las mujeres son
especializadas y valoradas como cuerpo para
otros. (p. 141).
Al imputar a lo femenino particularidades que van dirigidas
a la pasividad, a la
subordinación, la indefensión y con ello la propensión a ser atacadas, junto al miedo a enfrentar la
fuerza física, es la contribución que la sociedad realiza al crear mujeres victimizadas
por la causa de ser mujer, incluyendo
aquellas que no son atacas, ni han
estado sujetas a hechos de violencia. En concordancia con
Cano
y Yacovino (2014), existen dos
representaciones sociales de la
mujer víctima o en situación de
violencia; la “buena
víctima de violencia” (p. s/n). Es una mujer que permite ser rescatada, y que obedece resignadamente, “Muchas
veces, en su cuerpo lleva las marcas de la violencia” (ibíd.) […] La
mala víctima de violencia es la que se resiste, que no desea ser salvada, “duda
de todo lo que se dice, y no decide qué hacer.”(Ídem). En ocasiones es tratada
bajo el estigma de “se lo busca” (Id.).
Las ubicadas en esta representación
corren el riesgo de ser calificadas
como consentidoras o provocadoras.
En ambos casos estas representaciones distorsivas ocultan la culpabilización a priori de las mujeres:
unas por
no saber protegerse y las otras por causar conductas agresivas. Esto trae como resultado que la sociedad frente
al hecho violento haga hincapié en la conducta de la víctima por
encima de la conducta del
agresor. Otra circunstancia digna a mencionar es que si el perfil del agresor no coincide con el estereotipo
social de lo que se espera sea un agresor, las declaraciones de la víctima
pudieran perder credibilidad, ocasionando actitudes de silencio y promoviendo
acciones negativas, tal como no
denunciar.
Referencias:
Bordieud, P. (2005). La dominación masculina. Editorial
Anagrama.
Cano,
J. y Yacovino, M. (2014). Representaciones
distorsivas sobre la mujer víctima en situación de violencia. En: De (s) generando el género. [Página en
línea] Disponible en: http://desgenerandoelgenero.blogspot.com/2014/03/representaciones-distorsivas-sobre-la.html [Consulta: 2014, Junio 21]
Luján, M. (2013). Violencia contra las mujeres y alguien más.
Valencia: Universidad de Valencia. [Informe en línea]
Disponible en: http://roderic.uv.es/bitstream/handle/
10550/29006/Tesis%20completa.pdf?sequence=1 [Consulta: 2016, Julio 1]
Parra,
D. (2012). Retos del
Estado frente al marco de la Ley
Orgánica Sobre el Derecho de la
Mujer a una Vida Libre de Violencia. En:
I era Jornada Nacional en Materia de
Defensa Integral para la Mujer,
Ministerio Público.
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